El disparador inicial fue el sábado antes de Sarmiento-Barracas Central, cuando Daniel Passarella -en su reaparición pública- se sumó a los festejos por el título en Qatar. El primer capitán argentino en levantar la Copa del Mundo jugó un puñado de partidos en Junín, en la Primera C de 1973, pero no hace falta explicar que su lugar de pertenencia fue River, el club con el que llegó a lo más alto y a lo más bajo durante tres etapas: espléndido como jugador, irregular como técnico –muchas muy buenas y otras malas- y repudiado como presidente. El segundo punto de esta historia es la invitación que River le cursó a sus campeones del mundo para que el domingo, en la previa del partido ante Argentinos Juniors, se sumen a Franco Armani -y a Pablo Aimar y Roberto Ayala, ayudantes de Lionel Scaloni- en la celebración por la tercera estrella: Oscar Ruggeri, Héctor Enrique y Nery Pumpido de México 1986, y Norberto Alonso, Ubaldo Matildo Fillol, Leopoldo Luque –fallecido en 2021-, Oscar Ortiz y, por supuesto, Passarella, de Argentina 1978.
Así como sucede con José María Aguilar, el otro presidente cuyo ciclo culminó con el descenso, el Kaiser no concurre a River desde hace mucho tiempo: ni siquiera se presentó a la ceremonia en la que debía entregarle el mandato a Rodolfo D’Onofrio, en diciembre de 2013. Pero este viernes, en una entrevista exclusiva con TyC Sports, confirmó que volverá. Muchos hinchas de otros clubes, menos comprometidos afectivamente, aseguran que el simpatizante de River debería “indultar” a Passarella, que además es el único bicampeón del mundo (aunque no sumó minutos, también estuvo en México 1986, cuando jugaba en Fiorentina). Ese perdón o vuelta de página también lo piensa un porcentaje no menor de socios de River, en especial quienes lo vieron jugar y prefieren recordar su gloriosa etapa como defensor. Pero, a riesgo de simplificar, es posible que la mayoría siga identificando a Passarella como un culpable central, junto a Aguilar, del descenso. Yo, que nací en 1974 y tengo 48 años, también lo hago, aunque no se trata únicamente de apuntarle por un fracaso deportivo, aunque sea el mayor posible. Las causas son más profundas.
En “River Para Félix”, un libro que publiqué en 2019, escribí en primera persona de ese géiser de rabia que me brotó, ya en los meses previos al descenso, contra Passarella, a quien había admirado como a un tutor futbolístico y moral en la primera mitad de los 90, cuando era un exitoso técnico. Equivocarse de ídolo es una de las grandes derrotas del hincha, nuestro gol en contra. Entre mis 14 y 18, había imaginado al Káiser como a un personaje imperial, una efigie de Lenin y Stalin en lo alto de un monoblock soviético. Passarella no podía caber en una sola persona: era un tótem que le rendía honor a su apodo, El Gran Capitán, el entrenador tres veces campeón en cuatro años (1990-91-93), el filántropo que aportaba dinero de su bolsillo para pagarles el sueldo a los empleados de maestranza, el jefe de la tribu que chicaneaba a Boca incluso en la derrota (“ellos ganan clásicos y nosotros, campeonatos”), el líder ético que se plantaba frente a los barrabravas, el exfutbolista que había saltado más alto que los holandeses en la final del Mundial 78, el mejor defensor de la historia del fútbol argentino, un Juan Moreira desafiante, digno y victorioso.
En 2021 River publicó un video por sus 120 años. La imagen de arriba es una captura del único momento en que apareció Passarella (arriba a la izquierda).
Durante muchos años repetí sus frases como mantras -“Los pibes ganan partidos, pero los hombres ganan títulos”- y dejé pasar sus fracasos -bajo su conducción tuvimos una sobredosis de derrotas contra Boca y perdimos la paternidad que ejercíamos en el superclásico-. Ya en 2009, cuando ganó las elecciones a presidente, no festejé su triunfo con el puño cerrado pero me dio esperanza. Había que barrer con el desquicio de la conducción anterior, la de Aguilar y Mario Israel, quienes habían prendido la chispa del descenso y dejado a River entre lenguas de fuego (que luego el Káiser combatiría con algunos baldes de agua y avivaría con camiones hidrantes de kerosén). Es cierto que ya no era el mismo Passarella al que le había entregado las llaves de mi adolescencia: se había tornado un personaje de sí mismo. Había obligado a sus jugadores a cortarse el pelo, había declarado que no convocaría a un homosexual y había decidido -o permitido o como mínimo callado- que le cortaran el pómulo a uno de sus futbolistas, Julio Cruz, para sacar ventaja deportiva en un Bolivia-Argentina de 1997. También me había hecho el distraído con sus coqueteos para dirigir a Boca y volví a confiar en él, aferrado a los buenos recuerdos que proyectaba de mi pubertad. Sin embargo, no faltaba mucho para que su figura tallada en mármol terminara de romperse junto con la de River.
Año 2006: Passarella es presentado como DT de River por José María Aguilar, entonces presidente del club (@fotobairesarg)
Aquel hombre con el que me sentía protegido se tornó un presidente alérgico a los hinchas y su personalidad de cacique en la cancha se convirtió en personalismo de patrón de estancia sin silueta política en las oficinas. No quería gobernar a River para defendernos, como prometía su eslogan, sino para validar su ego. Era, acaso, su forma de sentirse vivo. Cuando sus asesores lo convencieron de dejarse ver, por ejemplo, acompañando al equipo de visitante en vez de mirar los partidos por televisión -como había hecho hasta entonces-, el fixture le jugó una mala pasada: Passarella regresaría en nuestra visita a la cancha de Almirante Brown, a fines de enero de 2012. Trepar el cemento del Fragata Presidente Sarmiento, un estadio con tribunas a medio terminar, no suponía una experiencia para presumir en la historia de River pero mis ganas de ver a Passarella, aunque fuera a la distancia, eran un combustible -tampoco reparaba en que Leo Ponzio comenzaba esa tarde un ciclo que lo llevaría, junto con otro de los titulares en Isidro Casanova, Jonatan Maidana, a levantar la Copa Libertadores 2018 en Madrid-. Cuando el Káiser llegó a La Matanza descubrió que la asimetría del estadio lo dejaría a la intemperie: a falta de palcos para autoridades visitantes, debía ver el partido en una peculiar tribuna lateral pegada a un corner, una especie de escalera gigante -muy alta y muy angosta- inhabilitada al resto del público. Desde la cabecera en la que estábamos los hinchas, a pocos metros, era muy fácil distinguirlo. Passarella subió los escalones pero, ante la catarata de insultos, volvió sobre su marcha y siguió el empate 1-1 contra el alambrado, desde un lugar menos expuesto.
Diez minutos antes de que terminara otro partido en default de un River en piel y huesos, Passarella y su comitiva enfilaron hacia las camionetas que los llevarían de regreso a Núñez. No suelo insultar a los nuestros –de hecho no lo hago-. A lo sumo, y muy cada tanto, me fastidio en voz alta. “Al menos subite las medias, caradura”, le grité a Nico Domingo una noche de 2017, harto porque su enésimo pase fallido contrastaba con sus medias bajas, un tic reservado para los cracks como Ariel Ortega y el Loco Houseman. Pero contra el Káiser sentía un rencor personalizado y no era solo por el descenso. De los responsables de nuestra caída a la B nunca judicialicé a Juan José López, el técnico que respondía al ventrílocuo Passarella, ni a los jugadores de aquel plantel, tampoco a Mariano Pavone, el delantero que erró el penal que nos podría haber dado una última oportunidad. Belgrano, el rival que nos dio el empujón final, no me despierta fibras muy diferentes a las que me genera Talleres, el otro gran equipo cordobés. Y no es que me cruce con Aguilar y le quiera dar un abrazo pero a diferencia del Káiser siempre lo consideré un político con su relativa ética a cuestas, incluso antes de que su prestigio limitara contra la nada.
Fue un tiempo en que cualquier cruce con el apellido Passarella me sacaba chispas, incluso en un tono infantil. “Es la persona que más odio en mi vida”, les decía a mi viejo y a mi mujer, Estefi, que no parecía interpretarme: “Sos un tarado, cortala”, me respondían. Lo que no supe explicarles es que estaba enfurecido contra Passarella porque, al joder a River, también jodía los años de mi adolescencia en que lo había considerado mi padre deportivo. Sufrí el desengaño del discípulo que descubre que su consejero no es la persona que creía que era y me despedí de él no por un año, como nuestra estadía en la B, sino para siempre.
En ese extracto de River para Félix intenté decir que, mientras mi dolor por el descenso ya había cicatrizado, mi enojo con Passarella, no. Dicho eso, si River reúne a todos sus campeones del mundo este domingo, también debía invitarlo, como hizo. No se tratará de un festejo del club en sí mismo sino del extraordinario vínculo umbilical que nos une con la selección, algo a lo que el Gran Capitán también aportó, y mucho, muchísimo. Cómo será tratado por los hinchas en su regreso al Monumental es otro asunto. Igual, muchos de nosotros nos acordaremos más de Julián Álvarez, Enzo Fernández, Gonzalo Montiel, Exequiel Palacios y Germán Pezzella, los nuevos continuadores en Qatar de una historia que amamos, Argentina y River.
Foto: @fotobairesarg
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